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martes, 12 de junio de 2012

Miedo en el colegio: Víctima del bullying relata su experiencia

 

Nicolás, víctima del bullying, relata su experiencia Miedo en el colegio

Se burlaron de él, lo humillaron y lo golpearon hasta que ya no dio más. Se cambió de colegio y fue peor.

Hasta antes de su primer bullying, Nicolás era un alumno ejemplar.

Tenía las mejores notas de su curso, un 6,8 de promedio, participaba en clases y buscaba ser reconocido por sus profesores y compañeros. Hacía gala de sus conocimientos y sentía que – como ocurría en su casa, con sus familiares, a quienes ponía feliz con cada opinión que daba- el resto del mundo iba a reaccionar igual.

Pero en octavo básico, todo cambio.

Nicolás era uno de los alumnos más bajos del curso. También un poco gordo. Y entre todos sus compañeros estaba David.

“Era el típico bromista del curso que molesta a todo el mundo, pero ese año yo fui el foco de sus bromas pesadas y de su matonaje”, recuerda Nicolás. “A veces me he preguntado por qué se ensañó conmigo y pienso que fue porque yo era lo contrario de lo que era él. Él tenía problemas familiares. Su papá le pegaba a su mamá y tenía un hermano con problemas de drogas”.

Cada vez que Nicolás levantaba la mano y decía algo en clases, David repetía exactamente lo mismo, pero con voz chillona y despectiva. Todos reían. Después le decía gordo, chico, enano. En el momento en que la habitual personalidad de Nicolás trataba de expresarse, David aparecía, sin contemplaciones, para sepultarla.

“Al principio me reía con todos para que pasara luego. Pero cuando las bromas siguieron y fueron más pesadas, me empecé a sentir mal. Y pensaba que todo lo que estaba pasando era mi culpa, que yo había sido el causante del problema. Y dejé de hacer cosas. Ya no levantaba la mano, trataba de no hablar mucho, me quedaba callado en clase. Me bajaron las notas. Dejé de ser el alumno de buen rendimiento y en mi casa no entendían lo que estaba pasando. Fue cuando se rompió mi primer esquema de vida”.

“NO QUERÍA IR AL COLEGIO”

Nicolás y su familia viven en Peñalolén. Su padre trabaja en una empresa de electricidad y su madre hace dos años atiende un café en el Parque Forestal. Son cuatro hermanos, todos hombres. Nicolás es el menor.

“Él fue un regalo para la familia”, dice Teresa, su madre. “Nuestros hijos ya estaban más grandes y Nicolás resultó ser el niño de todos. Estábamos atentos a él y creo que por eso le gustó leer desde chiquito para poder opinar de cada tema. Era un ejemplo para los demás niños cuando entró al colegio. Leía mejor que alumnos más grandes”.

Pero en el colegio, las cosas empeoraban. A pocos meses para que se acabara el año escolar, David comenzó a decirle que le iba a pegar, que cuando lo encontrara en algún lado nadie lo podría ayudar. “Yo lo veía y me empezaba a doler el estómago”, dice. “Verlo se me hacía insoportable”.

Nicolás empezó a sentir miedo. Se enfermaba. Su madre iba a su cama, tocaba su frente y sentía la piel caliente. El cuerpo del muchacho reaccionaba al terror. “No quería ir al colegio y empecé a hacer la cimarra. Partía a caminar, a leer o a escuchar música. Todo eso era mejor que las bromas. En otras ocasiones mis papás me llevaban a la entrada del colegio, me despedía, los veía irse y no entraba a clase”.

Cuando llegaron los informes de inasistencias y bajas notas, Nicolás se dio cuenta de que debía volver a su pequeño infierno en la sala de clases. Trataba de escaparse de todos, asumiendo una soledad callada y sumisa. Un día, sintiendo hastío de David, intentó hablarle a su profesor jefe para contarle que las bromas y las amenazas estaban siendo más y peores. El profesor lo miró y se puso a reír.

?Estás exagerando ?le dijo.

Su familia se había dado cuenta de los problemas de Nicolás. Sus notas cayeron a 5,6 de promedio. Su madre le preguntó y él le dijo que se quería cambiar de colegio, que un compañero lo estaba molestando. Su padre aceptó, a pesar de que el cambio exigía un aumento de las mensualidades y de que su hijo viajara casi una hora en micro.

El final ocurrió una mañana, en su sala, en uno de los recreos. Nicolás se encontró una vez más con su victimario. Las bromas empezaron a sucederse y él trató de que acabaran rápido para que el resto de sus compañeros dejara de reírse a costa suya. Ya no reía. Esperaba en un silencio tenso que todo se terminara, pero esta vez hubo una diferencia:

“Esa vez decidió pegarme”, dice Nicolás. “El golpe me llegó de lleno a la cara y me acuerdo que ahí no me aguanté. Le respondí con mis manos, con mis pies. Me defendí como pude. Hubo patadas, golpes, nos caímos al suelo y, de hecho, rompimos una mesa en la pelea”.

Nicolás y David fueron amonestados, pero el colegio no hizo una investigación. A Nicolás no le importó. Había decidido cambiarse.

“Cuando me fui a mi otro colegio pensé: esto es para mejor. Nunca imaginé que las cosas que me pasarían allí iban a ser aún peores de las que había vivido”.

HUMILLADO Y OFENDIDO

Quería que las cosas le salieran bien. El colegio le parecía un mundo nuevo: un edificio enorme, con patios grandes, una piscina que le permitiría nadar y nuevos compañeros a los que conocer. Las vacaciones de verano le permitieron tomar distancia y perspectiva de lo que había pasado. Trataría de congeniar con todos. Se sentía ansioso y optimista. El domingo previo al primer día de clases apenas si pudo dormir.

Nicolás fue el primero del curso en llegar a la sala, en el tercer piso. Luego apareció otro, y otro más. Nadie se hablaba, porque nadie se conocía. La dirección había formado su curso de entre todos los alumnos nuevos que llegaron ese año. Fue curioso: había estado casi ocho años con los mismos compañeros y ahora era un grupo de extraños que se miraban con desconfianza. Pensó que el ambiente mejoraría con los meses.

“Todo el colegio estaba dividido en tres grandes grupos. Los pokemones, los flaites y los metaleros. Si no eras ninguno de ellos, obviamente te sentías aislado, como lo que me pasó a mí, el chico nerd. Fue tremendamente horrible pensar en como sería mi curso. Esperaba que fueran amables, pero no lo fueron. Pese a que todos éramos nuevos, se adaptaron con gran facilidad, excepto un par de compañeros y, por supuesto, yo”.

A los dos meses de clases, un grupo de compañeros comenzó a molestarlo. Un muchacho muy alto, medio desgarbado y que asistía a clases de artes marciales, era el líder de un puñado de cinco compañeros que hicieron de Nicolás su blanco perfecto. Eran metaleros. Le dijeron Doraemon, el gato cósmico, porque según ellos se parecía a un mono animado japonés de color celeste, pequeño, panzón y de gran cabeza. Luego prefirieron decirle Freaky, después, la Mole, semanas más tarde Guatón mamón y finalmente Guatón gay.

“Este tipo le ponía apodos a todo el mundo, pero creo que se empezó a ensañar conmigo porque soy un tipo que no cabía en ninguno de los tres grupos. Me gustaba leer y la música que escuchaba no era el reggaeton ni el heavy metal. Quedé aislado. Y se dio cuenta de eso. De hecho, cuando no me molestaba a mí, buscaba a los rezagados de cada grupo, los que no estaban adaptados. Los demás le seguían y hacían lo que él decía”.

Como había sucedido el año anterior, Nicolás respondió primero son sonrisas, luego con cierta indiferencia y después con miedo. Decidió posponer los problemas y se retrajo. Las bromas eran más intensas y más peligrosas que el año anterior. Había un grado de amenaza subyacente, porque los muchachos eran más grandes, actuaban en conjunto y no se detenían ante nada. Existía, sí, una diferencia:

“Este tipo, Diego, era muy agresivo cuando estaba en el colegio y junto a sus amigos. Pero en la calle, era pacífico y tranquilo. Lo vi más de una vez fuera del colegio y su actitud era distinta. Había otro miembro del grupo que a veces era mi amigo, pero cuando andaban juntos, era uno de los más pesados”.

Un día, tras terminar una clase en la piscina, el grupo tomó toda la ropa de Nicolás y la escondió en varios lugares del colegio. Sólo vestido con su bañador, mojado, humillado y ofendido, Nicolás debió buscar su toalla detrás de una taza del baño, sus pantalones en el pasillo y sus sandalias en la piscina. Todos se rieron de él.

Llegó a su casa. Le preguntaron cómo estaba y dijo bien. Se metió a su pieza, encendió el computador y comenzó a chatear con amigos y amigas de otros países. No sabían nada de él, de lo que le estaba pasando. Al menos en ese momento se sentía libre y con amigos.También comenzó a escribir.

LOS ODIO

-¡Maldito estrés! ?escribió en su computador luego de ese evento?. Me juegas malas pasadas. Una amnesia temporal. ¡jajajajajaja! Qué buena excusa para mandar todo a la mierda. Esta nariz que no me para de sangrar ¡Por tu culpa! ¡Malditas presiones! Necesito un respiro. Espérame. Respiro. Dame otro minuto. Respiro. Me ahogo. Ayúdame. ¡Maldito estrés! Me haces caer en esto. No me dejas respirar. Me estás matando. ¡Maldita seas, rutina! Mala sociedad. No soy un inadaptado. Ustedes son los que me hacen mal. Los odio…

Este texto lo escribió luego de que pasara el incidente de la piscina. Su familia estaba preocupada, Nicolás nuevamente no iba al colegio, evadía las preguntas de su madre o respondía con agresividad. Alejandra era la novia de uno de sus hermanos y conocía al muchacho desde que era un niño. Advirtió el deterioro de su personalidad. “Era un niño alegre, quizás se sobraba un poco con lo que llegaba a saber, pero sus padres siempre pensaron que el conocimiento es un arma y no una herramienta para surgir”, explica. “Y de pronto se apagó. Y no lo digo por su baja de rendimiento. Había dejado de ser él en su esencia. Se metía todo el día al computador, comía más y más. Un día le respondió mal a su madre. Le dijo: tú apenas sabes leer, y eso me sorprendió. Ya no quería relacionarse con nadie. Prefería la soledad a tener que enfrentar el problema que lo estaba carcomiendo”.

Entonces llegó su cumpleaños. Y el matonaje pasó a ser físico.

“Recuerdo que ese grupo quería hacerme el manteo. Decidí arrancar y esconderme. Corrí por todo el colegio, hasta que los perdí de vista. Me escondí donde sabía que no podrían entrar: la biblioteca. Pero cuando iba saliendo, para ir a clase, la tropa de los 5 me logró alcanzar y me llevó como si se tratara de un trofeo de caza hasta la salida de la sala. Allá me hicieron el manteo: fueron 16 patadas. Diez en mi trasero y seis en mis testículos. Quedé botado. El dolor era horrible”.

Pidió ayuda a su profesora, quien relativizó las cosas. Lo tomó como un asunto normal, dice. Un alumno de tercero medio lo llevó a la enfermería y de allí a su casa. Pasó una semana con licencia. Semanas más tarde iba caminando por el estacionamiento del colegio y uno de los muchachos le lanzó una patada desde atrás y lo envió contra el suelo enripiado. Sufrió heridas en las manos y en la cara.

“No entraba a clases, hice decenas de veces la cimarra. Volví a las enfermedades. No aguantaba más. Los domingos eran los peores días de la semana, porque sabía que venían los días de matonaje. Incluso me llegaron mails donde me decían que si hablaba, me podía pasar algo malo. Pensé que me podría morir”.

Un día, hacia fines de 2006, Nicolás fue al colegio, pero no entró y tomó una micro hacia San José de Maipo. Llegó a ese pueblo, escuchó música y escribió algunos pensamientos. Ya las notas le importaban poco. Pero allí recibió un mensaje de Alejandra, la polola de su hermano.

“No quería meterme, pero todos estaban preocupados”, cuenta Alejandra. “Lo llamaban y no contestaba. Le mandé un mensaje al celular, y le dije que estuviera tranquilo, que había gente que lo quería y que todos alguna vez pasamos por cosas así”.

“Cuando leía el mensaje, algo me pasó”, dice Nicolás. “Sentí un alivio. Como que entendí que podía salir de ese problema. Y llegué a hablar con mis papás y me dijeron que me cambiarían de colegio. No importaria cuánto costara. Me pidieron que les contara de mis problemas y que nunca más me encerrara”.

PAGAR EL PRECIO

Nicolás toma un jugo en el café donde trabaja su mamá. Ella prepara una torta de tres leches detrás del mesón. Cada vez que se detiene a recordar los dos años de acoso y terror en la clase, comienza a reír. Cuenta los hechos como si se trataran de la anécdota más feliz de su vida.

“Lo que sucede es que eso ya pasó”, dice. “Y supongo que es una especie de coraza”.

Ahora tiene 17 años y cursa tercero medio. Después de cambiarse por tercera vez de colegio, Nicolás no ha vuelto ha sufrir de bullying. Sus padres están atentos a lo que le pase: ya no hace la cimarra, no se enferma, no llega malhumorado ni se encierra en su pieza. Está más delgado, se siente más independiente de su familia e, incluso, es presidente del Centro de Alumnos de su colegio.

Pero hace unos meses está viendo a un sicólogo por un trastorno ansioso depresivo.

“Lo que me pasó ha hecho que tenga más cuidado. Mis relaciones con la gente son más prudentes. Con el sicólogo no hemos llegado al tema del matonaje aún, y no sé hasta qué punto influyó eso en lo que me pasa, pero creo que pudo haberlo acentuado”.

Su madre lo mira y sonríe. “Siempre lo habíamos apoyado, quizás fue demasiado”, dice. “Él ahora hace sus cosas. Ya no sale con su papá, prefiere ser más él. Si es mejor para su vida, tendremos que apoyarlo”.

“Mis compañeros me recibieron bien. No me han molestado. De hecho, regresé al colegio donde estuve la primera vez que sufrí bullying. David ya no está, le cancelaron la matricula. Y las relaciones son mejores. Tengo nuevos amigos, y me respetan. Quiero terminar cuarto medio y estudiar algo relacionado con salud. Y me gusta escribir, también aprender francés, o la locución. No lo sé”.

Nicolás toma un poco de jugo, se queda en silencio.

“La preocupación siempre existirá. No se irá nunca. No es miedo, ya. Estoy atento a esas pequeñas bromas que para el resto son normales, pero que para mí significan otras cosas. Creo que he aprendido a tener herramientas para evitar de nuevo el horror”.

Luis Miranda Valderrama.

Fuente:

http://centinela66.wordpress.com/2010/04/09/miedo-en-el-colegio-victima-del-bullying-relata-su-experiencia/

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