Para entender mejor el bullying, el acoso a adolescentes practicado por adolescentes, el autor propone diferenciar entre “comparaciones estructurantes” y “comparaciones patogénicas”, y contrapone a estas últimas un valor primordial en la adolescencia: el de la amistad.
Por Luis Kancyper *
En los últimos tiempos se han difundido penosos casos de un fenómeno que en el mundo se denomina bullying (término proveniente del inglés bull, que significa toro, es decir que se lo podría traducir como “torear”): no es otra cosa que violencia escolar expresada en diversas modalidades, como acoso, asedio, hostigamiento, persecución, amenaza, insultos, golpizas y aun formas más sofisticadas, como campañas insidiosas por vía informática, practicadas por una persona o un grupo de personas contra víctimas indefensas. El acoso escolar es un fenómeno de alta complejidad. Consiste en la intimidación entre pares, va de las bromas a la marginación o incluso el abuso con connotaciones sexuales o agresiones físicas. Se habla de acoso cuando el abuso o el maltrato son crónicos. Estas situaciones dejan huellas profundas en quienes las padecen, y se expresan en procesos de victimización, con conductas de intimidación, tiranización, aislamiento, humillación, que implican un sometimiento abusivo de la víctima; casi siempre se desarrollan lejos de los ojos de los adultos, bajo un manto de silencio.
La relación entre pares es determinante en la socialización y el aprendizaje. Sin embargo, a veces configura un juego perverso de dominio-sumisión. En las conductas de acoso se incluyen variables familiares, sociales y escolares. Todos coinciden que esta problemática no puede esperar y que resulta imperiosa la necesidad de un tratamiento multidisciplinario que dé respuesta y a la vez prevenga las conductas de hostigamiento en el colegio. Para contribuir al abordaje del bullying en la adolescencia consideraré dos temas, que a su vez interactúan: el lugar de la amistad en la adolescencia; el poder de las comparaciones, como estímulo u obstáculo.
El saber popular dice que todas las comparaciones son odiosas, aunque algunas son más odiosas que otras. Hay, sin embargo, comparaciones que no son odiosas y que, al contrario, resultan necesarias, ya que, en el acto mismo de la comparación –es decir, del cotejo y confrontación de lo semejante, de lo diferente y de lo complementario con un otro–, se promueve una ganancia en la configuración y consolidación de la identidad propia y ajena; pone en relieve el estilo del ser, su sustancialidad y su autovaloración.
El tema de las comparaciones puede operar como un elemento valioso en la caja de herramientas conceptuales para abordar el tema del acoso escolar. Las comparaciones se presentifican en todas las etapas de la vida y suelen resignificarse de un modo muy elocuente durante la adolescencia, llegando al extremo de originar situaciones de acoso y violencia. Pero diferencio las comparaciones estructurantes de las patogénicas.
Estas últimas se originan en la vulnerabilidad –encubierta– de una identidad que ha sido insuficientemente consolidada y que además se sostiene con precariedad y con agresión, a partir de la construcción de un otro al que se ubica en el lugar de un rival peligroso, del cual hay que salvarse. Este otro es combatido mediante la denigración y triunfo (comparación maníaca), la idealización y sometimiento (comparación masoquista), la ofensa y contraataque (comparación paranoide), el control omnipotente y sofocación (comparación obsesiva) o la seducción y retaliación (comparación histérica).
A diferencia de las comparaciones patogénicas, las comparaciones estructurantes están comandadas por Eros, pues garantizan la presencia de la diferenciación y pluralidad entre los diferentes elementos cotejados. Además, permiten al sujeto desplegar su derecho al ejercicio pleno de una libre elección y están signadas por la lógica de la tolerancia, que posibilita el registro y la aceptación del otro como diferente.
La respuesta del sujeto a las comparaciones tiene lugar sobre la base de sus pulsiones, de la forma en que están imbricadas, del hecho de que entre éstas prevalezca Eros o Tánatos. Cuando prevalece este último, el cotejo de lo diferente y de lo complementario es reemplazado por el acto intolerante de la provocación, que, al generar un desafío hostil, impide al sujeto y al otro instalarse en sí mismos y detiene a ambos en sus posibilidades de evolución.
En las comparaciones maníaca, obsesiva y paranoide, el sujeto victimario puede identificarse como un amo detentador de un poder soberbio. La soberbia, a diferencia del orgullo, implica siempre un sentimiento de superioridad arrogante, de satisfacción y envanecimiento por la contemplación de lo propio con menosprecio de los demás. En la comparación maníaca se activan los mecanismos de negación, denigración y triunfo sádico sobre un otro desvalorizado,
La comparación obsesiva –compulsiva, agobiante– implementa los mecanismos de control y dominio cruel y sádico que socavan en forma gradual y progresiva la subjetividad del otro y del sí-mismo propio hasta llegar al extremo de la aniquilación.
En la comparación paranoide, el acosador se sobreinviste de una megalomanía persecutoria y el acosado suele ocupar el lugar de un rival o enemigo al que, con recelo, se debe atacar y del cual se requiere huir defensivamente.
En la comparación masoquista, el sujeto sobrevalora al otro y lo sitúa como un modelo idealizado, al servicio de acrecentar lo que puede llamarse megalomanía negativa: “Yo, cuando me comparo, soy el peor de todo y de todos”. A través de esta comparación compulsiva, satisface el deseo de revolver en la llaga de su autodesvalorización hasta convertirse en el “atormentador de sí mismo” (fórmula con la que el dramaturgo latino Terencio tituló una de sus obras). En efecto, la sobreestimación de lo negativo propio desencadena en el sujeto masoquista sentimientos de culpabilidad, vergüenza y autocondena que a su vez reaniman el despliegue de la fantasía “Pegan a un niño” (que Freud examinó en el artículo que lleva ese nombre). En estos casos considero importante tomar en cuenta en qué medida la víctima acosada propicia, desde su lugar de insignificancia, que la martiricen y excluyan. La vergüenza y el miedo a la retaliación de los pares son los afectos que suelen silenciar y encubrir las vejaciones al yo, incluso hasta llegar al extremo del suicidio.
En todas estas comparaciones patogénicas, el victimario adolece de una miopía afectiva. Fuera de la esfera de su sí mismo, no ve a nadie, atribuyéndose todo el poder y permaneciendo como un ser intolerante, enaltecido y soberano, pero también incapacitado para respetar el poder y los derechos inalienables que corresponden a los otros junto a él. Permanece, en definitiva acantonado en un inexpugnable muro narcisista.
La observación clínica revela que estas comparaciones patogénicas suelen presentarse bajo formas mixtas: se configuran diversas combinaciones, como comparaciones maníaco-obsesivas, obsesivo-masoquistas o paranoide-obsesivas.
Amistad o abuso
En contrapartida, la amistad cumple una función primordial en todas las etapas de la vida pero fundamentalmente durante la adolescencia y, mucho después, en la senescencia. La amistad hace posible desasirse del abuso del poder vertical y de las relaciones de dominio ejercidos por los padres o, en el caso de la senescencia, por los hijos. En la amistad prevalecen los vínculos de ternura y de correspondencia, que establecen lazos particularmente fijos entre los seres humanos.
La amistad es lo contrario a la no consideración del otro, a negarle su existencia, a su nadificación, a la omisión de su presencia, como acontece precisamente en el acoso escolar. En éste, se mortifican y socavan –a veces, hasta llegar al suicidio– los cimientos sobre los que se erige el sentimiento de sí, el sentimiento de la propia dignidad del hostigado.
Como señaló Giorgio Agamben en su texto “La amistad”, ésta tiene un rango ontológico: lo que está en cuestión en la amistad concierne a la misma experiencia, la misma sensación de ser. De hecho, la sensación de ser está siempre re-partida y com-partida: la amistad nombra ese compartir. Por esto, el amigo es un “otro sí”, un alter ego que aporta el con-sentimiento de sentirse, uno, existir y vivir. Pero, entonces, también por el amigo se deberá con-sentir que él existe, y esto adviene en el convivir y en tener en común acciones y pensamientos. Dardo Scavino, en “La amistad versus el poder”, pone en evidencia la función social que puede ejercer la amistad para contrarrestar el poder “panóptico” detentado por los amos que intentan negar y suprimir la solidaridad y la cooperación entre los miembros de una sociedad.
En mi opinión, la amistad es una relación de hermandad elegida, no impuesta por lazos consanguíneos, en la que se desactivan y se dejan en suspenso los deseos edípicos y fraternos, que a su vez se activan por la aspiración fálica de alcanzar a ser el heredero único y el preferido hijo de un padre-madre-Dios. En la amistad se establecen relaciones de objeto exogámicas (si bien con facilidad pueden ser infiltradas por las conflictivas narcisistas y parentales). En la amistad, los lazos consanguíneos son reemplazados por lazos sublimatorios. Es en la amistad donde se desactivan, en gran medida, las relaciones de poder. Y éstas son las que pueden impedir su surgimiento y su preservación. Pregunta Nietzsche: “¿Eres un esclavo? Entonces, no puedes ser amigo. ¿Eres un tirano? Entonces, no puedes tener amigos”. En la misma línea, Simone Weil afirma: “Cuando alguien desea subordinar a un ser humano o subordinarse a él, no hay traza de amistad”.
No hay amistad sino cuando se respeta el derecho a la recíproca autonomía de lo distinto en uno mismo y en el otro, cuando esa distancia entre los sujetos se admite y conserva. Una ineptitud para el establecimiento de la amistad podría expresar una resistencia del narcisismo, como también una defensa contra la libido homosexual.
Deseo subrayar que así como el sueño es la vía regia para el estudio del inconsciente, la amistad representa una otra vía regia para la dilucidación y superación de las estructuras edípica, fraterna y narcisista en el adolescente. Dice el poeta Arturo Serrano Plaja: “Por amistad quiero decir descanso, acogedor albergue, hospedería, burladero interino de la lucha”. El burladero es una valla que se pone delante de las barreras de las plazas y corrales de toros, separada de ellas lo suficiente para que pueda refugiarse el lidiador burlando al toro que lo persigue. La amistad opera en ese mismo sentido en las tres dimensiones: intrasubjetiva, intersubjetiva y transubjetiva, como un refugio y un descanso, que preserva al sujeto de las embestidas originadas en la realidad exterior y en la realidad psíquica, y constituye un potente antídoto contra el surgimiento de la intolerancia y el fanatismo.
En cambio, en el acoso escolar, el otro, como doble no consanguíneo, deviene precisamente en lo contrario: ocupa el sitio de un enemigo acérrimo, investido en el lugar de la víctima, sobre el cual se deflexiona la crueldad y sadismo, mediante el ejercicio de relaciones de dominio y el despliegue de diversas comparaciones patogénicas.
* Miembro titular de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA).
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