Un experto en defensa personal enseña a menores a evitar los malos tratos en el colegio.
La técnica combina también teatro y psicología
Enrique Pérez-Carrillo ha elegido para el encuentro una academia de baile en la que imparte clases de Yawara Jitsu. Es la hora de la comida y aprovecha para ir al gimnasio, por eso aparece vestido con minicalzones de licra. Enrique tiene 44 años y dice que nació en un tatami. Su padre, un exmilitar experto en educación física, inventó la disciplina que practica, el citado Yawara Jitsu, y él es ahora la máxima autoridad en la materia; pero la razón de la entrevista es otra: desde hace cinco años, Enrique viene trabajando con un método propio para evitar que los niños sufran malos tratos en el colegio.
Enseguida extiende un dossier con su currículo y testimonios de padres encantados por los resultados del programa contra abusones. Su símbolo es un puercoespín, “un animal con unas púas disuasorias, como la posición de guardia que se enseña a los niños”. El método viene a ser una mezcla de autodefensa, teatro y psicología. El objetivo, más que enseñar a los críos a golpear, es que adquieran confianza. Para conseguirlo trabaja un lenguaje corporal más suelto, respuestas rápidas ante las burlas, y capacidad para repeler una agresión. “La seguridad es un pack”, explica: “Un niño puede ser hábil con el lenguaje, pero si no tiene confianza física su inseguridad le va a traicionar. Necesita tener la impresión de que sabrá defenderse si hace falta”.
Les enseñamos a plantarse con seguridad, mirando a los ojos
Enrique lleva desde los 16 dando clases de Yawara, que es una mezcla de distintos deportes de combate (boxeo, kárate, yudo…) centrado en la autodefensa. Entretanto, estudió periodismo y empezó y abandonó una tesis titulada El teatro como medio de comunicación social en la democracia ateniense. En los últimos tiempos asegura que en las clases que da por gimnasios y colegios ha ido viendo cada vez más casos de chicos que sufren abusos en el colegio. No es una percepción descabellada, teniendo en cuenta que el informe de referencia sobre el asunto, el Cisneros X, asegura que el 23% de los niños sufre acoso, aunque haya que puntualizar que se trata de una concepción del abuso muy amplia, que comprende hasta el insulto.
Hace 10 años, un artículo sobre asertividad y confianza decidió a Enrique a buscar un sistema para conseguir que los niños más vulnerables desarrollen “recursos y chispa”. En 2008 comenzó con los cursos, que imparte junto a un psicólogo y un profesor de teatro. Duran 12 horas, cuestan 150 euros y se organizan en cuatro sábados consecutivos para medir los progresos de la semana. Por ejemplo, si un niño dice que, a pesar de responder a una burla, le han atizado, Enrique le explica qué puede mejorar: “Les enseñamos que no solo hay que plantarse, sino hacerlo con seguridad, mirando a los ojos sin ser chulito”.
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Entre los 500 alumnos que han pasado por clase, ha tenido casos que no olvida. Por ejemplo, el de una chica de 13 años a la que se le estaba cayendo el pelo por estrés postraumático. “Era una sudamericana, guapa y muy lista. Hablabas con ella y miraba al suelo”.
Además de las clases en grupo también da lecciones particulares. Para demostrarnos cómo funcionan, nos invita a una en una urbanización entre Brunete y Boadilla.
El trayecto en coche le da tiempo a para exponer su visión del mundo, que le parece un lugar que puede ser muy hostil. “Está creciendo la violencia por culpa de la crisis. Hay necesidad de seguridad”, dice. Él nunca ha tenido que usar los puños fuera del gimnasio, pero divide el mundo entre lobos y corderos. Charlando al volante se le nota más lanzado que un rato antes, cuando explicaba las bases teóricas de su método. Sentado en el pasillo de la academia, mientras las alumnas de danza del vientre entraban y salían de clase, ha vivido momentos de azoramiento, incluso de tartamudeo.
Las clases duran 12 horas, cuestan 500 euros y se reparten en cuatro sábados
Aparca delante de un chalé. Salen a recibirle dos hermanos. El pequeño lo es tanto que le cuelga hasta el suelo el cinturón del kimono. Enrique monta en el jardín un tatami con planchas de corcho mientras un perro se le enreda entre las piernas.
Bastan cinco minutos de clase para comprobar que el plan no pasa por convertir a los niños en máquinas de matar. Los dos críos se mueven con torpeza de niños y Enrique les va dando indicaciones: “Caminad con la cabeza alta”. Luego organiza una guerra de miradas en la que el que baje la vista pierde. Para terminar, les llama tontos y feos buscando que respondan sin caer en un contraproducente intercambio de insultos: “No soy tonto: saco buenas notas”. En la seguridad que demuestran los niños hay mucho de representación, de firmeza que no se siente, pero Enrique asegura que esa ficción es el inicio de la auténtica confianza.
Después de la dosis de autoayuda, el sensei se pone guantes protectores y empieza a hostigar a sus alumnos. Ellos toman su posición de defensa. “No te rías: pon cara de enfado”, les riñe empujándoles con las manoplas hasta que casi se les caen las gafas.
La clase sigue por ese derrotero. Los niños practican cómo usar una llave para soltarse si los agarran del pelo. Luego, a defenderse desde el suelo. Tumbado boca arriba y agitándose como Gregorio Samsa, el mayor pone cara de tensión y lanza patadas. Son siempre técnicas defensivas, nunca para agredir.
El padre de los niños conoció a Enrique cuando buscaba un profesor de defensa personal para su empresa. Le comentó que su hijo mayor tenía problemas en el colegio y Enrique le habló de su método. “Está claro que a los niños les ha hecho bien”, comenta ahora en compañía de su esposa. “El mayor ha cambiado muchísimo y se ganó su territorio. Los otros saben que no es gente de la que hay que burlarse”. El entusiasmo de la pareja es absoluto: “Aparte, le ha dado seguridad hasta con el tenis y el golf”. La conversación deja claro que la labor de Enrique es tanto de psicólogo como de profesor de artes marciales. “Le cuentan problemas del cole, y él les habla de otros casos de niños que lo pasan mal, y eso los reconforta”.
El método ha recibido un reciente espaldarazo con la inclusión de un artículo de Enrique en un libro en el que participan el Defensor del menor y doctores en psicología, Terror en las aulas. Cómo abordar el acoso escolar. “Nos ha venido bien porque hay psicólogos escépticos, pero lo nuestro no es de curanderos: tenemos base teórica”.
Apoyándose en la observación, Enrique ha desarrollado una tipología del maltratador y el maltratado. En ambos detecta falta de habilidades sociales. “Los abusados son a menudo chavales que tienen o creen tener un defecto físico, en el habla… A veces los acosadores también: hemos trabajado con matones que sentían impotencia porque no sabían comunicarse ni hacer amigos”. También ha llegado a la conclusión de que en nueve de cada diez casos los acosados tienen un potencial sobre la media. “Muestran inquietudes distintas. Al ser diferentes no se sienten integrados, y ahí es donde los machacan. Son nobles, listos… y verles así es penoso. Les enseñamos que cada uno tiene derecho a ser como quiera, incluso tímidos”.
Igualmente ha localizado padres que se avergüenzan de que sus hijos sufran acoso. “Si el niño ve esa reacción, lo percibe como una tara”, dice. Y colegios que intentan ocultar los casos de maltrato para evitar que afecte a su reputación o asuste a los padres. “Además, el protocolo no funciona: sancionan al acosador, pero luego vuelve. El acosado quiere morirse. Los padres piensan en cambiarlo, pero eso no es la solución porque el niño seguirá sin autoestima. Su aspecto denota que es una víctima”.
Enrique termina la clase, recoge el tatami y se despide de los niños. La madre sale al jardín y coge a los hermanos por el hombro: “Decidle adiós al sensei”.
Fuente:
http://ccaa.elpais.com/ccaa/2012/07/23/madrid/1343071111_722322.html
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