Más de un tercio de los adolescentes españoles ha amenazado alguna vez a un compañero.
La duda que desgarra a las familias es si sus hijas seguirían vivas si todos hubiéramos estado a la altura, si hubiéramos reaccionado ante las señales de alarma. Una duda que me temo les acompañará toda la vida.
Ana Pastor
Varios jóvenes sostienen un retrato de Rehtaeh Parsons, la chica de 17 años cuyo caso causó conmoción en Canadá.
Foto: Cordon Press
En la mirada de este padre se resume un dolor tan brutal que cuesta imaginarse lo que ha vivido aunque te lo cuente. Está de frente a la cámara mascando un sufrimiento de años que no se va a curar nunca. Le acompaña en su triste salón la mala conciencia de no haber evitado lo ocurrido, la desgracia de no haber actuado cuando detectó las primeras señales, de no haber sido capaz de intuir la gravedad de lo que venía después. Es un padre arrasado. Y su dolor no tiene cura.
Su hija tenía 17 años cuando todo ocurrió. El tormento se consumó una tarde en la que cuatro chicos abusaron sexualmente de ella. Lejos de arrepentirse de semejante barbaridad, la grabaron con el móvil. Y después lo colgaron en Internet a la vista de toda su clase y de todo el colegio. En aquel vídeo, según relata el padre, se la veía vomitando mientras era sometida a las vejaciones de estos cobardes. Tenía 17 años y nunca superó aquello. No pudo soportar el escarnio que siguió en los días posteriores. Su sufrimiento a la vista de todos. Todos. Y optó por suicidarse. Y su padre baja la mirada cuando llega a esa parte del relato. Se despidió de ella aquella tarde y nunca volvió a verla. Se bajó del coche y entró en casa como otros días. Pero no era uno más.
La joven se llamaba Rehtaeh Parson y vivía en Canadá. Su caso causó una gran conmoción en el país. La policía no investigó en un principio, pero finalmente las instituciones se movieron ante el escándalo. Por eso, y porque el grupo Anonymus amenazó con revelar los nombres de los chicos implicados si no se investigaba su participación en la violación y su difusión en las redes. Meses después, en agosto de 2013, se promulgó una ley que permite a las víctimas buscar protección contra el acoso cibernético y además demandar al autor.
La mirada al vacío de ese padre es la misma que vemos en la madre de Carla. La policía está investigando ahora qué hay detrás de su suicidio. Carla tenía 14 años y se arrojó al mar en su Gijón natal una mañana en la que ni siquiera llegó a entrar en el colegio. Mientras escribo, leo que varias niñas del colegio han sido interrogadas. Al parecer, Carla era objeto continuo de burlas, ataques y persecuciones en las redes sociales. En un principio, el fiscal decidió que no se investigaba, pero ahora han ido apareciendo esos comentarios y la familia ha pedido que se reabra el caso. Otra mirada al vacío, al abismo, al no entender. Miradas que atraviesan también otro hogares donde se aloja el mismo sufrimiento, porque estos casos no son únicos. Y su incremento es preocupante.
Según el último estudio, realizado por la Confederación Española de Centros de Enseñanza (CECE) y la Fundación británica BeatBullying, más de un tercio de los adolescentes españoles, de entre 11 y 18 años, ha amenazado alguna vez a un compañero o le ha gastado una broma humillante. Muchas de estas conductas se llevan a cabo en las redes sociales. Son datos aterradores. Hablan de un drama oculto del que pocas veces somos conscientes salvo cuando estalla, cuando no tiene remedio. La duda que desgarra a las familias es si sus hijas seguirían vivas si todos hubiéramos estado a la altura, si hubiéramos reaccionado ante las señales de alarma. Una duda que me temo les acompañará toda la vida.
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