Rafael León Hernández, psicólogo
Yo fui el niño obeso de la clase y en aquellos tiempos algunos camaradas me dedicaban insultos que no estoy dispuesto a repetir. Ya en el colegio, tuve un compañero que se entretenía agarrándome a golpes en una esquina. En ese entonces a nadie se le había ocurrido inventarse los términos acoso escolar y matonismo, o al menos a mí nadie me había contado que existían.
Era una cosa natural, “así son los niños” me decían, “a veces son crueles y no se dan cuenta del daño que están haciendo”. Tal vez la lógica era cierta, pero no justificaba el comportamiento de muchos adultos que permitían que tales cosas sucedieran como si de un proceso de selección natural se tratara.
También había matones entre los mayores. Recuerdo claramente a un profesor que pensaba que toda opinión disidente se corregía amenazando a sus estudiantes con golpes o simplemente insultándolos. Cosas del pasado, desearía... pero no.
Aún hay niños y adultos como aquellos, unos que no saben lo que hacen y otros que lo saben pero no les importa. Pero, por otro lado, hay mayor conciencia de que ya es hora de poner un freno; el que actos como estos hayan estado presentes a lo largo de muchos años no es razón para permitir que sigan existiendo en nuestro tiempo.
Aplaudo las cada vez más numerosas iniciativas contra el matonismo o bullying, como les gusta llamarlo ahora. Ojalá no sea simplemente una moda o lindas guías para gastar papel y ocupar estantes, pues desde pequeños tenemos las aptitudes necesarias para saber que hay cosas que no están bien y nos forjamos la capacidad de autocontrolarnos.
Aplaudiré también cuando se genere una conciencia similar en los centros de empleo, porque aún hay quienes creen (o prefieren creer) que entre adultos no se repite la misma historia.
Quizá quienes pasamos por experiencias similares tengamos una mayor predisposición a no tolerar abusos o permitir que otros los sufran, eso es algo bueno. Pero ese aprendizaje se puede lograr de formas menos violentas.
El ser víctima de acoso escolar o, incluso, ser quien acosa, no es tampoco un punto final en nuestra historia: ni uno está condenado a ser víctima por el resto de su vida, ni el otro un abusador sin remedio. Pero se requiere que quienes estemos alrededor de los más pequeños tengamos los ojos muy abiertos para eliminar estas prácticas y, sobre todo, para educarlos.
http://www.nacion.com/2013-04-22/Opinion/Yo-era-el-gordo-de-la-clase.aspx
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