LUIS ANTONIO DE VILLENA
Supongo que la práctica es muy antigua. Tanto como el dominio del fuerte sobre el débil, la mala educación cívica (en países como España una pandemia) y la consideración del otro, del distinto, como un apestado en la medida que fuere. Pero al igual que la viejísima pasión de algunos curas por los niños -más que muchachos, y que también vi en el colegio- el acoso escolar no se contaba, se guardaba en un terrible silencio. Cuando yo le conté a mi madre las cosas que me habían ocurrido en el madrileño Colegio del Pilar entre mis 12 y 14 años -en los pasados 60- mamá se indignó y me dijo que por qué no se lo había contado entonces, porque habría tomado cartas en el asunto. Y mi madre era viva y lista. Pero yo le contesté que entonces no lo podía decir, no conseguía verbalizarlo, y que incluso, de haberlo hecho, el director -otro cura- no habría dudado en responder: señora, no se alarme, no ocurre nada, son chiquilladas, ellos mismos las arreglan. Pero no era verdad, no eran chiquilladas sino groseras canalladas y los curas si no se daban cuentan es que miraban para otra parte...
"Acaso toque volver a una cierta dureza. Esas fieras deben ser castigadas de algún modo. Niños no son"
Yo sufrí el acaso escolar (e incluso un día que me perseguían tuve que refugiarme en una iglesia, calle Goya) a pesar de ir a un colegio donde se suponía que todos éramos niños bien, la élite de la gran derecha española. Mi padre acababa de morir y era yo un niño tímido y callado, amante de los tebeos de romanos y sin la menor pulsión sexual a los 12 años. Pero ellos -esa pequeña minoría bárbara, recuerdo con asco los nombres de todos- vieron en mí a un diferente, a un chico delicado y distinto -estaba muy mimado en casa- y atribuyeron tanto cuidado y arreglo a lo que acaso se llamara aún «una sexualidad desviada». Era fácil: me insultaban, me pegaban al pasar, me tiraban con saña un balonazo en el recreo (no jugaba al fútbol, lo detesto) o me ponían una zancadilla para ver si me tiraban... Unos días más y otros menos, pero diario y constante durante dos años. Cesó casi al cambiar de clase y hacer Letras. Recuerdo lo terrible que era, todas y cada una de las mañanas, levantarme pensando para mis adentros: ¿Qué me ocurrirá hoy? ¿Podré escapar? ¿Lograré evitarlo? Y con dolor el corazón del chico, en casa tan mimado, debía llegar al territorio yermo del colegio para enfrentar a una panda zafia de indeseables. Recuerdo que (acaso como a buena parte de la sociedad española) el tema, casi olvidado, me volvió vivísimo a las mientes, cuando hace unos años, un adolescente vasco, Jokin, se suicidó tirándose desde un alto. Al leerlo me dije: a mí me pasó lo mismo, yo también pensé en el suicidio a los 14 años, porque ya no aguantaba más el acoso de mi tribu de fieras. Pero se ve que -aunque llegué a darme golpes contra el suelo, pensando que me abriría la cabeza y lloraba- debí de ser más fuerte. He vuelto a recordarlo y revivirlo con la chica que se suicidó hace unas semanas en un instituto de Madrid, instituto en el que (según las últimas noticias) no cesan otros acosos, aún más vulgares que el mío y ahora con la ayuda de las redes sociales, algo tan espléndido muchas veces como baladí y tonto otras. En mi época, al menos, no te podían acosar con móviles o internet, todo lo más -los días peores- te seguían un rato por la calle (pleno barrio de Salamanca) como alimañas detrás de la presa herida. Desde Jokin, no he dejado ni en una ocasión de ponerme de parte de los acosados y los he querido como un hermano y pido justicia para todos, eso tan mediocre en el mundo que vivimos. ¿Pero los que le acosaban y maltrataban y hacían la vida casi imposible eran pocos, dice usted? Pocos, es cierto. No más de cinco o seis en una clase de 30. ¿Y los demás alumnos o compañeros qué hacían? Pues esa es otra parte peor: se apartaban, se iban o permanecían en silencio. Luego, en un rincón -como dicen que ocurría con las víctimas del terrorismo- algunos acudían discretamente a darte ánimos y a decir que estaban contigo. ¿Para qué servía eso en el horror silencioso? Para nada. Unos eran salvajes, los más cobardes («cobardicas» según el lenguaje colegial) y por eso he despreciado siempre a eso que llaman -ignoro por qué con aprobación- la «mayoría silenciosa». Para mí el puro y tonto rebaño. No me gustan los colegios de curas (pese al alto nivel cultural de la época) y me desagrada profundamente el populismo gregario.
Me parece que, en todo esto, hay (entre otras muchas carencias, la buena crianza en casa entre otras) una suerte de vacío legal, que se salta un escalón crucial en la vida humana. El niño no pasa de golpe a ser un joven, ni el menor -sin más- a ser adulto. Hay una breve etapa intermedia que suele llamarse adolescencia en la que el niño ha muerto o casi ha muerto y el adulto que no ha llegado del todo, pugna por brotar con fuerza. En esa edad el menor ya no es menor (aunque no sea adulto) y como una vez me explicó un psiquiatra experto en esa «edad difícil», pocos seres pueden ser tan violentos, crueles y en último término bestias, como un chico de 14 años imbuido de machismo, chulería y testosterona. Nada (quien lo probó lo sabe) más brutal que uno de estos jovencitos energúmenos -nunca niños ya- cuando les falla la educación y el respeto al de enfrente, sea gordo, mulato o mariquita. No hay bomba tan destructora. Claro que Ud. habla de aquellos antiguos colegios no mixtos, sólo de chicos con chicos, ¿no habrá cambiado algo en los colegios mixtos con la mayor finura femenina? Digamos la verdad: en su mayoría las adolescentes de hoy ya no son «finas» (esa femineidad ha muerto) porque las chicas copian el machismo y el habla de los chicos; quieren, a su modo, parecerse a ellos. Es decir que pueden ser igual de crueles. Sépanlo: hay muchas chicas absolutamente machistas, como sus «pibitos». Así que si de veras queremos atajar este problema incívico y muy cruel, hay que empezar a decir que no ocurre en un mundo de menores (diez años) sino habitualmente entre adolescentes que -en este tiempo más aún que antes- han abandonado con ganas la puericia y se sienten (sin serlo del todo, pero más que niños) jóvenes adultos. No se los puede perdonar como a niñitos que no saben lo que hacen, ello parecería otra tontez adulta. Creemos que nuestra sociedad ha mejorado en educación y civismo, porque tenemos leyes más plurales y tolerantes, pero me temo -con la caída de educación y cultura- que hay muchos núcleos sociales o familiares donde esas ventajas legales no han llegado, porque quizá los padres son igual de sandios y brutos que los hijos, y ya sabemos que hay colegios donde también se amenaza a los profesores y estos tienen lógico miedo. Lo que en inglés se llama 'bullying' (intimidación, abuso) me parece más explícito como «acoso escolar»: una práctica infame, donde la víctima sufre gratuitamente por mor de una panda de sandios maleducados que no tienen ni idea de lo que sea respeto al otro, educación o comprensión de lo diferente. Llanamente nada pueden tener de genuinos demócratas. Como estamos viviendo un tiempo (siempre hay que salvar las excepciones que corresponda) chabacano y hortera, estos comportamientos salvajes en quienes ya no son niños, afloran de nuevo. ¿Qué hacer? Como tantas cosas en esta España, la solución pasa por un pueblo más culto y educado, términos complementarios pero no iguales. Sin embargo esa es, qué lástima, una solución lenta y hoy por hoy mal atendida. Así que acaso toque volver a una cierta dureza, a castigar, a pedir perdón, a hacer trabajos sociales. Lo que es imposible, injusto y soez es que se vayan de rositas los energúmenos que acosan (acoso escolar) y que son culpables de bastantes suicidios y de una ciclópea cantidad de sufrimiento. Esas fieras deben ser castigadas de algún modo. Niños no son. Que se lo digan a las «pibitas» con quienes se lo «montan»...
Luis Antonio de Villena es escritor.
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