Manuel Rodríguez G. Rodríguez G.
Acabo de encontrarme con un artículo del excelente escritor Arturo Pérez-Reverte, donde como viene siendo costumbre – atípica sana costumbre en un nada apocado pensante insumiso de nuestra lánguida libertad pseudodemocrática- califica a cada quien con su referencia más precisa: en este caso como HIJAS/OS DE PUTA.
Uno no es tan valiente, ni tan directo a la hora de nombrar a cierta gentuza, como lo hace tan maravillosamente mi apreciado Pérez-Reverte. Aunque cientos de veces he recordado a esas HIJAS/OS DE PUTA, sólo las he referenciado como MALNACIDAS/OS porque se dice por aquí por este territorio de demasiados cobardes donde malvivo, que pudiera ser que pudiera que sus madres fueran hasta buenas personas, hasta “santas”, pero no por ellos sus hijas/os dejan de ser verdaderas HIJAS/OS DE PUTA. Personalmente he podido constatar en no pocas ocasiones que su condición le vienen a muchas/os de casta; es decir ellas/os y sus madres son unas verdaderas HIJAS/OS DE PUTA, aunque no por ello debo llamarlas a ellas y a sus madres con esa “pertenencia”, sino apocadamente solo MALNACIDAS porque insisto, pudiera ser que pudiera que sus abuelas o madres de sus madres fueran hasta buenas personas, hasta “santas”…
Me temo que seguiré encontrándome demasiado tiempo y demasiadas veces en este pueblo mío con las/os MALNACIDAS/OS, que putearon y putean a mi hija; con esas HIJAS/OS de PUTAS a los que sólo los llamo así cuando los miro y les acuso con una inmensa mirada de desprecio por el enorme daño que nos hicieron; por supuesto a esas alimañas y a quienes permitieron que un minante acoso y derribo se diera contra nosotros.
Especial mención y recuerdo en estos días a una HIJA DE PUTA; perdón quise decir MALNACIDA, a la que Don Dinero en su momento a través de “papaito”, la colocó en la poltrona de máxima responsable de un centro dependiente de una Caja de Ahorros de todos conocida, para que la “princesita” dirigiera un colegio de alumnado con muy graves problemas y a los que – me contaron autoridades – no dudó en esconder y silenciar muy graves sucesos entre ellos. Por supuesto la zafia HIJA DE PUTA, - disculpas al lector – sólo lo decía de pensamiento, ya que solo quería escribir MALNACIDA; por supuesto como decía, la muy harpía no dudó en defender su “ética y profesionalidad” atacando a víctima y familia y, cómo no, apoyándose en bulos y rumorologías que en su día se habían construido con gente tan HIJA DE PUTA, como esta MALNACIDA…
Quienes se sientan ofendidos o sencillamente crean inoportunos, soeces y poco correctas ciertas expresiones calificadoras les invito a empatizar con la madre de Carla -principal víctima viva de este estado imperante nuestro- Su hija ya no está con nosotros.
A quienes, (como yo, mi hija y mi familia) habéis sufrido este terrorismo psico-social no hace falta comentaros nada. Desgraciadamente sabéis de qué hablamos
Os dejo con el crudo, pero interesante, honesto y valiente escrito de Pérez-Reverte
Esas jóvenes hijas de puta
Arturo Pérez-Reverte
http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/arturo-perez-reverte/index.html
Supongo que a muchos se les habrá olvidado ya, si es que se enteraron. Por eso voy a hacer de aguafiestas, y recordarlo. Entre otras cosas, y más a menudo que muchas, el ser humano es cruel y es cobarde. Pero, por razones de conveniencia, tiene memoria flaca y sólo se acuerda de su propia crueldad y su cobardía cuando le interesa. Quizá debido a eso, la palabra remordimiento es de las menos complacientes que el hombre conoce, cuando la conoce. De las menos compatibles con su egoísmo y su bajeza moral. Por eso es la que menos consulta en el diccionario. La que menos utiliza. La que menos pronuncia.
Hace dos años, Carla Díaz Magnien, una adolescente desesperada, acosada de manera infame por dos compañeras de clase, se suicidó tirándose por un acantilado en Gijón. Y hace ahora unas semanas, un juez condenó a las dos acosadoras a la estúpida pena -no por estupidez del juez, que ahí no me meto, sino de las leyes vigentes en este disparatado país- de cuatro meses de trabajos socioeducativos. Ésas son todas las plumas que ambas pájaras dejan en este episodio. Detrás, una chica muerta, una familia destrozada, una madre enloquecida por el dolor y la injusticia, y unos vecinos, colegio y sociedad que, como de costumbre, tras las condolencias de oficio, dejan atrás el asunto y siguen tranquilos su vida.
Pero hagan el favor. Vuelvan ustedes atrás y piensen. Imaginen. Una chiquilla de catorce años, antipática para algunas compañeras, a la que insultaban a diario utilizando su estrabismo -«Carla, topacio, un ojo para acá y otro para el espacio»-, a la que alguna vez obligaron a refugiarse en los baños para escapar de agresiones, a la que llamaban bollera, a la que amenazaban con esa falta de piedad que ciertos hijos e hijas de la grandísima puta, a la espera de madurar en esplendorosos adultos, desarrollan ya desde bien jovencitos. Desde niños. Que se lo pregunten, si no, a los miles de homosexuales que todavía, pese al buen rollo que todos tenemos ahora, o decimos tener, aún sufren desprecio y acoso en el colegio. O a los gorditos, a los torpes, a los tímidos, a los cuatro ojos que no tienen los medios o la entereza de hacerse respetar a hostia limpia. Y a eso, claro, a la crueldad de las que oficiaron de verdugos, añadamos la actitud miserable del resto: la cobardía, el lavarse las manos. La indiferencia de los compañeros de clase, testigos del acoso pero dejando -anuncio de los muy miserables ciudadanos que serán en el futuro- que las cosas siguieran su curso. El silencio de los borregos, o las borregas, que nunca consideran la tragedia asunto suyo, a menos que les toque a ellos. Y el colegio, claro. Esos dignos profesores, resultado directo de la sociedad disparatada en la que vivimos, cuya escarmentada vocación consiste en pasar inadvertidos, no meterse en problemas con los padres y cobrar a fin de mes. Los que vieron lo que ocurría y miraron a otro lado, argumentando lo de siempre: «Son cosas de crías». Líos de niñas. Y mientras, Carla, pidiendo a su hermana mayor que la acompañara a la puerta del colegio. La pobre. Para protegerla.
Faltaba, claro, el Gólgota de las redes sociales. El territorio donde toda vileza, toda ruindad, tiene su asiento impune. Allí, la crucifixión de Carla fue completa. Insultos, calumnias, coro de divertidos tuiteros que, como tiburones, acudieron al olor de la sangre. Más bromas, más mofas. Más ojos bizcos, más bollera. Y los que sabían, y los que no saben, que son la mayor parte, pero se lo pasan de cine con la masacre, riendo a costa del asunto. La habitual risa de las ratas. Hasta que, incapaz de soportarlo, con el mundo encima, tal como puede caerte cuando tienes catorce años, Carla no pudo más, caminó hasta el borde de un acantilado y se arrojó por él.
Ignoro cómo fue la reacción posterior en su colegio. Imagino, como siempre, a las compis de clase abrazadas entre lágrimas como en las series de televisión, cosa que les encanta, haciéndose fotos con los móviles mientras pondrían mensajitos en plan Carla no te olvidamos, y muñequitos de peluche, y velas encendidas y flores, y todas esas gilipolleces con las que despedimos, barato, a los infelices a quienes suelen despachar nuestra cobardía, envidia, incompetencia, crueldad, desidia o estupidez. Pero, en fin. Ya que hay sentencia de por medio, espero que, con ella en la mano, la madre de Carla le saque ahora, por vía judicial, los tuétanos a ese colegio miserable que fue cómplice pasivo de la canallada cometida con su hija. Porque al final, ni escozores ni arrepentimientos ni gaitas en vinagre. En este mundo de mierda, lo único que de verdad duele, de verdad castiga, de verdad remuerde, es que te saquen la pasta.
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