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Yo sufrí acoso escolar. No voy a andarme con rodeos, esta es la realidad. No es algo que me guste rememorar y salvo las personas que lo vivieron conmigo, creo que nadie más lo sabe. Fue una época breve pero horrible.
Estaba en segundo de B.U.P., lo que equivale a tener quince años. Hacía poco que había aterrizado al instituto proveniente de un colegio de monjas y lo cierto es que para mí fue una época de cierta zozobra. Ya conté que durante la época del colegio tuve cierto protagonismo, y esa posición de "liderazgo" por decirlo de alguna manera, se vio dinamitada en cuanto llegué al instituto. Digamos que dejé de ser de las guays. Entre aquellos adolescentes a los que le brotaban sus primeras barbas y entre aquellos que fumaban pitillos a escondidas en los baños, yo me quedé difuminada, grisácea, casi invisible. No tenía nada que ofrecer a aquella gente ávida de experiencias vitales porque yo era simplemente una pardilla empollona.
Una noche, coincidiendo con unas fiestas locales, mi madre me dejó salir hasta la una de la madrugada. Tomé unas mistelas más de la cuenta con mis amigas y en el camino de un garito a otro, me encontré con una amiga del colegio. Ella sí estaba experimentando de lo lindo con alguna que otra sustancia. Después del momento "exaltación de la amistad" que nos regalamos, me dijo que estaba de bajón porque se le había acabado el costo. Yo ni siquiera sabía lo que era eso, pero me parecía la pera limonera de guay y me visualicé enfilada al estrellato con la gente chachi del insti. Justo pasó por allí la cuadrilla de los malotes, y a mí, en mi estado de tontalberro chisposo, se me ocurrió acercarme a un chico de mi clase, Joaquín, y decirle con la mejor de mis sonrisas: ¿Tienes costo?
Los chavales se miraron entre sí y se descojonaron de mí en mi santa cara. "Hombre, si santa Trimadre le da al costo, qué callado se lo tenía... " Y más risas. Intenté explicar que no era para mí, que estaba haciendo de mensajera, pero fue totalmente inútil. No tenían ningún interés en escucharme y se alejaron entre carcajadas histriónicas. Me sentí humillada. Aun así, pensé que todo quedaría en un mal rato y seguí disfrutando de la noche.
Me equivoqué.
El mismo primer día que volvimos a las aulas después de las fiestas, Joaquín me demostró qué grande era mi error. Llegó tarde, cuando todos estábamos ya sentados y en silencio. Para llegar a su mesa, dio un rodeo con el fin de pasar por delante de la mía. Cuando llegó a mi altura, dijo en voz alta: "¿te duele la cabeza? Tengo entendido que las drogas dan jaqueca... " Ante mi cara de espanto, simplemente sonrió y se apartó el flequillo de la cara con un gesto altivo.
No quiero eternizarme. Solo diré que durante un tiempo del que no sé especificar la duración, las clases transcurrieron para mí con el miedo de sus constantes provocaciones, humillaciones e insultos. Incluso en el transcurso de los exámenes, incluso durante un recital de poesía para el que fui elegida y al que acudieron los padres. No sé expresar con palabras el miedo que sentía, la fobia que desarrollé a que todo el mundo creyera que yo era una drogata, a que mi familia pensase que estaba consumiendo drogas, a que los profesores viviesen una decepción conmigo. En resumen, tenía miedo al ESTIGMA.
Ahora estoy segura que él hablaba solo para mí, que nadie le oía... Era mi miedo el que aumentaba la percepción de los decibelios. Visto desde la distancia, mi temor no era racional, pero a esa edad... ¿quién es completamente racional?
Una noche, mi madre entró a mi habitación y me encontró llorando. En cuanto me preguntó qué me pasaba, todos mis portones de defensa se derrumbaron y le conté todo, desde el principio. Me creyó, por supuesto, y entre ella y una amiga maestra, me ayudaron enfrentarme a él y a mis miedos. Me aconsejaron que fuese fuerte y aparentase indiferencia ante sus humillaciones o que incluso tratara de tomármelas a risa. La única forma de que Joaquín parase de hacerme daño era que el juego dejara de divertirle y para ello era necesario que yo dejara de sufrir, aunque solo fuera "a sus ojos".
También tengo que agradecerla a mi amiga María su capacidad para enfrentarse a Joaquín todas las veces que ella vivió de cerca mi dolor. Aunque él no se sentía intimidado, sentirla de mi lado me daba un poco de fuerzas para sobrellevarlo.
Finalmente, conseguí que cesara, que se olvidara de mí, que me dejase en paz. Conseguí volver a ser yo y sacar importantes aprendizajes de todo aquello. Mis notas no llegaron a verse resentidas, no llegó jamás a pegarme, fue relativamente poco tiempo, aunque a mí se me hiciese eterno. Nunca actuó en grupo aunque contase con la complicidad de sus amigotes. Encontré ayuda, supe hacerme entender, tuve suerte. Pero reconozco que sentí que todo aquello iba a ser más fuerte que yo.
Ahora cuando leo sobre acoso escolar siento que revivo la pesadilla. Y cuando leo noticias como la del chico al que le han reconocido una discapacidad después de cinco años de vejaciones y malos tratos en el colegio, o la historia de la chica que se suicidó por las humillaciones sufridas durante tanto tiempo, no puedo dejar de pensar que algo está fallando en el sistema, en los colegios, en las familias...
¿Cómo es posible que un niño o un adolescente sufra ese calvario durante tanto tiempo sin que se tomen las medidas oportunas? ¿Cómo puede haber partes de malos tratos, lesiones, amenazas y humillaciones en público sin que nadie tomara cartas en el asunto? ¿Por qué hay niños o adolescentes que disfrutan horrorizando y maltratando a otros? ¿Qué tipo de personas son ahora y qué tipo de personajes serán en el futuro?
Son demasiados preguntas sin respuesta. Demasiado dolor.
Título alternativo de este post: "Son cosas de críos"... y otras anomalías del sistema.
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